Sostenía Juan Carlos Pérez de la Fuente, director, productor, reputado hombre de teatro, en la presentación a los medios de este “Angelina o el honor de un brigadier” (1934) que se estrenó el sábado en el Juan Bravo, que ha llegado el momento de recuperar a Enrique Jardiel Poncela, un hombre de extremos, con una vida muy agitada, cuyas obras no son habituales en el repertorio de las actuales compañías profesionales.
Sin ánimo de llevarle la contraria, partiendo del hecho cierto de que el conocimiento de autores y textos siempre es enriquecedor, y con todo el respeto a una compañía privada que se arriesga a poner en pie una producción de este calibre, no veo yo especial necesidad en sacar del baúl de los recuerdos una obra que ha envejecido bastante mal, con un humor que se queda tan antiguo como el de Arniches o los Álvarez Quintero, a los que se supone que Jardiel vino a desempolvar.
Es curioso como los dramas calderonianos siguen manteniendo un halo de contemporaneidad (quizá porque los celos, los cuernos y los amores mal entendidos siguen ocupando, por desgracia, un buen espacio en los telediarios), mientras estas revisiones en tono satírico de esos mismos temas no han aguantando el paso del tiempo con la misma fortuna.
Elegido el texto, la posibilidad de actualización pasaba por la propuesta escénica. En ese sentido, el único rasgo de contemporaneidad, en una concepción escenográfica y del vestuario también muy decimonónica, son los interludios en los que los propios personajes se presentan, al principio, y cambian el escenario, pasajes con un toque más fresco, si se quiere, pero que, creo, no terminan de encajar en el conjunto.
Lo que salva el montaje, que el sábado en el Juan Bravo gustó al público y que seguramente tendrá una buena trayectoria en cuanto a gira, son los actores. Todo el elenco mantuvo el tipo en un registro casi esperpéntico, sin duda apropiado para el texto; y el verso, quitando algún momento puntual, estuvo bien dicho, lo cual no es fácil. Me gustó especialmente Jacobo Dicenta, en el papel del crápula Germán, que protagonizó además algunos de los momentos más divertidos de la función, por ejemplo su muerte interminable.
Sin ánimo de llevarle la contraria, partiendo del hecho cierto de que el conocimiento de autores y textos siempre es enriquecedor, y con todo el respeto a una compañía privada que se arriesga a poner en pie una producción de este calibre, no veo yo especial necesidad en sacar del baúl de los recuerdos una obra que ha envejecido bastante mal, con un humor que se queda tan antiguo como el de Arniches o los Álvarez Quintero, a los que se supone que Jardiel vino a desempolvar.
Es curioso como los dramas calderonianos siguen manteniendo un halo de contemporaneidad (quizá porque los celos, los cuernos y los amores mal entendidos siguen ocupando, por desgracia, un buen espacio en los telediarios), mientras estas revisiones en tono satírico de esos mismos temas no han aguantando el paso del tiempo con la misma fortuna.
Elegido el texto, la posibilidad de actualización pasaba por la propuesta escénica. En ese sentido, el único rasgo de contemporaneidad, en una concepción escenográfica y del vestuario también muy decimonónica, son los interludios en los que los propios personajes se presentan, al principio, y cambian el escenario, pasajes con un toque más fresco, si se quiere, pero que, creo, no terminan de encajar en el conjunto.
Lo que salva el montaje, que el sábado en el Juan Bravo gustó al público y que seguramente tendrá una buena trayectoria en cuanto a gira, son los actores. Todo el elenco mantuvo el tipo en un registro casi esperpéntico, sin duda apropiado para el texto; y el verso, quitando algún momento puntual, estuvo bien dicho, lo cual no es fácil. Me gustó especialmente Jacobo Dicenta, en el papel del crápula Germán, que protagonizó además algunos de los momentos más divertidos de la función, por ejemplo su muerte interminable.